Larry el gordo da un paso cada tres segundos
para cruzar su reino marrón,
más allá
de los cuarenta centímetros de carro minero,
más allá
del festival que dura desde el invierno hasta el verano.
Qlipoth dijo:
"Tenemos que construir este templo con amor".
Pero los humanos solo le ofrecían piedras y palabras.
Qlipoth había estado ahí
y le dio un pico sensual.
Pensaba que era un secreto.
Siempre levantaba los brazos y gritaba a la oscuridad de la mina:
"¡Larry el gordo!".
Pensaba que probablemente ya no era joven.
Cincuenta años de canciones
quedaron sellados en sus brazos, como un derrumbe en una mina.
¡Larry el de los brazos rotos!
Abrazaba el invierno como un cangrejo hogarpétreo y rugía.
Pasaba por la playa silenciosa de piedras rotas con su manuscrito.
Su jefe siempre le reñía.
¡Con un halo de luz! ¡Con las nubes!
¡Larry el holgazán!
Contempló el insecto funerario del rincón
y lloró en solitario delante de ellos.
¡Larry el llorón!
La gente ya no necesitaba sus historias.
Utilizaron la circular de la pobreza como hilo de plata para coserle la boca.
¡Pobre Larry!
Pero podía oír
la respiración del mineral que fluía y los pasos apresurados de las palabras.
El pobre Larry tuvo que quedarse a vivir en un ataúd portátil.
Sacaba su pico sincero,
lo doblaba en la forma de los pájaros que nunca había visto
y daba una voltereta doble hacia atrás en un ángulo crítico.
¡Larry el mudo!
Tejía letras en una cueva en la que no había nadie más.
Se comió diecisiete setas tranquilizadoras
y dijo: "¡Despiértenme!".
Y diecisiete poetas le abofetearon.
Dijeron: "¡Larry ya no existe!".
Larry no tenía nada y cruzó el gran pozo de la mina.
Estaba enterrado, como un pico de hierro.
Los transeúntes no vieron nada de esto.
Lo único que dijeron fue:
Un gordo se quedó dormido.